10 de abril de 2015

Un capricho en Ikea


Me llamó la atención que no se resistieran pero supuse que tendrían razones para no hacerlo. Siempre he sido disciplinado en las filas de las tiendas, especialmente en Ikea, donde cuesta tanto llegar al final y estoy deseando salir,  así que no me acerqué a preguntar, aunque me llamaba poderosamente la atención que se pudieran comprar hombres, todos ellos provistos de su código de barras y su etiqueta de origen. Como digo, los hombres no objetaban nada, alguno incluso parecía feliz y miraba con deseo la bolsa de patatas fritas que había en el carro de su comprador. Pasaban por el lector de código de barras, el cliente ponía el pin de su tarjeta y se iban los dos juntos al coche o al sitio de perritos calientes y de helados que hay justo enfrente de las cajas. Otros iban al puesto de atención al cliente para entregas a domicilio y al lado de este vi también  algunos hombres que parecían estar haciendo una devolución y que ticket en mano se quejaban al empleado de niki amarillo de que el producto no era lo que prometía. Yo de pronto pensé en dar la vuelta y ver qué precio tenían. Me podría venir bien un hombre para cualquier cosa, no sé. Si estaba bien de precio ya le encontraría utilidad, pero como suelo  ceñirme a la nota,  me resistí. La fila no avanzaba, yo tenía mucho tiempo y pensé que no me había dado ningún capricho, y que un comprador de nota siempre ha de darse al menos un capricho. Pregunté a un empleado y me dijo en que sección podría encontrar lo que buscaba. Ya allí, por donde ya había pasado sin prestar atención, miré unos cuantos modelos y me gustaron. Pero elegí el más barato, por aquello de que nunca había tenido ninguno y porque a ese precio en vez de devolverlo, que era algo que me daba siempre mucha pereza, podría regalarlo, dejarlo en el trastero o simplemente deshacerme de él. Tomé nota de las referencias, fui a las filas donde podría encontrarlo, así como la ropa que vestiría y su documentación y lo puse todo en el carro.  Pagué en las cajas automáticas, le compré un perrito caliente y nos subimos al coche. No parecía agradecido y eso que le había sacado de una triste estantería de almacén y tampoco hablaba y eso que yo sacaba todo tipo de temas de conversación como fútbol, viajes e incluso el tiempo. Pero ni una palabra, aunque sé que me entendida porque había comprado uno que hablara español. Quizás los más baratos no hablan, pensé. Y recordé que había en la caja de al lado un cliente que hablaba con un hombre que  se parecía mucho al mío, así que deduje que era uno más caro.  Ya en casa lo dejé junto con las otras cosas y me puse a merendar. Él ya se había comido su perrito caliente, pero yo no me había comprado nada y estaba muerto de hambre, así que me puse a reponer fuerzas. Había sido una mañana dura. Muchas esperas, muchas filas, al final se van las horas sin darte cuenta y encima has comprado algo de lo que no estás seguro. Me tomé un café y me fumé cigarrillo, estaba intentando pensar con claridad. ¿Para qué narices había me comprado un hombre? ¿Por qué no me ceñí a la lista? ¿Me convertiría en un estúpido más del mostrador de devoluciones en unas horas, quizás en un día? Aún estaba a tiempo de devolverlo antes de que cerraran la tienda, pensé. Tenerlo en casa es un riesgo, me podría matar. Podría quemar la casa. Yo qué sé, cualquier salvajada. No le conocía. Había sido una compra estúpida. Le miré, entre las cajas de cartón, las copas de vino y la lamparilla de noche y le cogí del brazo dejando las otras cosas, abrí la puerta y le dejé ahí. Entré,  cerré y miré el reloj. Tenía tiempo de colocar la lamparilla de noche en su sitio y sacar las copas de vino y lavarlas para que estuvieran limpias para la noche. Con un poco de suerte al terminar todas esas tareas el hombre ya no estaría en la puerta. Pero ahí estaba, igual que lo dejé. Y la pereza de ir de nuevo a Ikea era mayor que la compasión que me provocaba. Así que, como tenía invitados en dos horas y no iba a dejar que un tonto capricho me estropeara los preparativos, lo bajé al cuarto de las basuras, abrí la puerta y allí lo dejé, entre los cubos, quieto. La cena fue estupenda y día siguiente, cuando bajé a echar las bolsas de la basura y tirar las botellas de vino vacías, ya no estaba. Y me alegré. No tendría que volver a IKEA y además alguien había  sacado provecho de mi errónea compra.