17 de marzo de 2016

Cuento con pistola

Cuando el jefe empezó a decirnos cuándo cagar creímos que aquello había tocado fondo. Nunca le perdonaré que me obligara a casarme con Marita, la de las gafas de culo de botella, que era muy divertida, sí, pero más fea que un cardo borriquero y con la temperatura sexual de un donuts. A mí la que me gustaba era Flor, pero claro, se me veía mucho, lo que rompió toda posibilidad de que me ordenara casarme con ella. Ella tuvo que quedarse soltera y ser amante de Jesús, el supervisor de noche. 
Todo trancurría con normalidad. Cumplíamos el horario, seguíamos las instrucciones y obedecíamos cualquier orden que se nos diera por absurda u horrible que fuera. Un día tuve que matar a un perro. Se coló en el almacén y en vez de llamar a la perrera el jefe pensó que si yo lo mataba fortalecería mi carácter y así fue. 
Guardé la pistola en un sitio que nadie pudiera encontrarla después de matar al pobre animal y empecé poco a poco a poner resistencia a alguna de las órdenes que me daba. Lo hice por supuesto con buena educación, pero siempre mirando de un modo que dejaba claro que yo allí tenía parte del poder. El jefe sabía que la pistola había desaparecido. Y aunque al principio no le dio importancia, conforme vio que crecía mi indisciplina, empezó a poner a Marita, Flor e incluso a Jesús, el supervisor de noche, a buscar el arma. No aparecía, y poco a poco iba siendo yo el que daba las órdenes. Empezó como algo sutil. Si me decía que fuera a cagar le animaba a que fuera él. Incluso le convencí para que no pusiera pegas a mi divorcio de Marita. Pero aquello no me parecía suficiente. Le ordené que Flor dejara a Jesús y que fuera él, por contra, el que se acostara con el supervisor de noche. A partir de ahí la cosa fue sobre la seda. Todos hacían lo que yo quería y cuando yo quería. Los manejaba a mi antojo. Hasta que se coló un niño en el almacén.

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