12 de diciembre de 2010

No estoy del todo seguro

pero creo que sí.
Los muchos libros (El defensor).
En este Olimpo de mostruos hay uno tan grande como el que más, el monstruo de la cantidad. El es el que nos invita a resbalar hacia la catástrofe, poniéndonos a los pies de ese desfiladero, esa falaz ecuación: más, igual a mejor. Ajustémonos a semejante insidia, y la vida del hombre consistirá en aumentar y no en mejorar, en acrecentar, no en perfeccionar. Don Juan contra don Quijote: la lista de mujeres conquistadas, el número, sin nombres, las cualquieras, contra la mujer de perfección, contra la única, la super Aldonza, Dulcinea, que podría cantar, si no es irreverencia, las palabras de la zarzuela: “yo no soy una cualquier”. El ser humano contemporáneo tiende a realizarse en el número, por donde quiera que se mire; la forma que en él toma la lucha con el destino es la de una pugna por los números. Y así, en el orden de la cultura intelectual, se encuentra en una de tantas vías muertas, de su propia hechura: perdido, extraviado entre los libros. Quiere decirse, entre lo que los libros tienen dentro: las ideas, las teorías, los poemas, las relaciones, todos los productos escritos, ya sabios, ya primorosos, de la experiencia humana, de la cultura. El hombre está perdido en el centro de la cultura. Y es, como nunca, monstruo de su laberinto, el laberinto de lo monstruoso. Quizá se tilde de bárbaro a cualquiera que se atreva a insinuar que la sobreabundancia de libros, sin más, puede ser tan lesiva para la cultura como la escasez. Consuele en este caso, el tener por precedente de nuestra barbarie, nada que hace ya un siglo, a Edgar Allan Poe, que escribía, en su “Marginalia”: “La enorme multiplicación de los libros, de todas las ramas del conocimiento, es uno de los mayores males de nuestra época”. Pero es un hecho que la copiosidad creciente de material impreso que solicita a diario nuestra atención y nos hace llamadas a gritos – los colorines de las portadas chillonas – desde los escaparates, coloca al hombre moderno en un apuro: ¿cómo entendérselas con esta multiplicidad? Bien mirado, es un problema de distribución: lo que hay que distribuir es el tiempo. Se trata de leer muchos más libros de los que leía un elenco del siglo XIII, un culto del siglo XVII o un enterado del siglo XIX, dentro de los mismos trancos de tiempo en que al hombre se le ofrece la vida, en veinticuatro horas por día. Porque en esto de la lectura y de los libros también el hombre se encuentra afrontado con el gran protagonista de la tragedia moderna, el tiempo. A primera vista, pues, el problema se plantería así: ¿Cómo se las puede componer el hombre hoy para ller tanto libro en tan poco tiempo? Pero acaso antes de aceptar prima facie esa formulación, conviene que se hagan algunas reservas.
Pedro Salinas (1954)

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