3 de marzo de 2008

Terenci

El juego del desamparo. Este tema, con el que quisiera poner punto final a esta parte del libro, podría sintetizar alguna de las teorías del desamor que antes he ido desarrollando.Para no incurrir en pecado de pesadez nada mejor que irse a tiempo antes de que este monstruo, el tiempo, nos aseste un brochazo definitivo. Yo creo que en estas cosas del hacerse pesado, el tiempo actúa como hacían antiguamente nuestros padres con las visitas fastidiosas: ponían la escoba boca abajo para que se fueran de una vez, según dicen. Un escritor sagaz debe tener la chispa de utilizar la escoba a guisa de medio de locomoción y volar a tiempo, como las brujas de antes. Pero el escritor, con su punto de brujo, tiene la obligación de despedirse con un último sortilegio, llámese síntesis, como dije, llámese incógnita, como afirmo. Claro que, ninguna solución es tan sencilla como parece. ¿Sintetizar sobre el amor? Ahí es nada o ahí es todo. Ya que fue hasta aquí nuestro nuestro tema primordial, el amor y sus desmanes - o el amor y sus bendiciones - debiera darnos la oportunidad de efectuar un resumen lúcido, acaso brillante, si no es pedir mucho. Pero esto no es posible (¿lo fue para algún escritor a lo largo de la historia?). Toda síntesis implica una labor de ordenación que iría contra esas caóticas actuaciones del amor que han sido la base temática del presente libro. Si al amor pudiera ordenársele tendríamos resuelta la mitad del problema. Por lo menos, sabríamos de que mal vamos a morir. La segunda presunción, la de terminar con una incógnita me parece más legal, aunque acaso decepcionante para el lector, que espera soluciones. Decía la gran Elsa Morante y lo he repetido en otra ocasión, que esto es lo que suele pedirse a los artistas y a los santos. No diré yo que sea una petición sensata. Para ser objetivos, artistas y santos están demasiado ebrios de amor. Los primeros, de su propia obra; los segundos, de la divinidad...que no deja de ser una obra de arte como cualquier otra. Desnudo, pues, de posibilidades, el autor que se despide opta por recurrir a una estratagema no por antigua desacreditada: el sentimiento lúdico. Nada mejor que un juego para sintetizar un sentimiento que la propia síntesis no permitiría. En esta ocasión se trata de un jueguecito que empieza en broma y suele terminar como el rosario de la aurora. No en vano recurre al sentimiento en sus aspectos más primarios, que son los de la mera supervivencia. El llamado "juego de la torre" estuvo muy de moda en la ciudad de Roma a finales de los sesenta. Era un juego que solía proponerse muy de madrugada, cuando la fiesta derivaba hacia el tedio absoluto y todos los invitados había agotado el humor, la imaginación y los porros. Entonces las parejas se sometían a un pintoresco cuestionario que consistía en lo siguiente: - Tú te has quedado encerrado con todos nosotros en lo alto de una torre para toda la eternidad. Ahora bien, tienes que quedarte con uno solo e ir tirando a los demás. Este planteamiento, tan inocente, se complicaba en extremo cuando el jugador tenía que analizar las virtudes y defectos de los aspirantes a compartir su eternidad. Nada tendría de sintomático este juego si se limitase a poner a los jugadores en el estado de diversión que inicialmente pretendía. Sin embargo, solía ocurrir todo lo contrario: malos humores, gestos desarirados e incluso peleas. Es todo lo que se obtenía cuando resultaba que, de todas las parejas presentes, ninguna acababa compartiendo su eternidad en la famosa torre. Para ser exactos: a fuerza analizar virtudes y defectos, acababan por no compartir nada en absoluto. Y así se daba el caso, un poco truculento, de que cualquiera de los invitados era mejor que la persona de la que estábamos enamorados. Todo el mundo se quedaba a la postre desparejado, y no sin motivo, pues nadie reunía las condiciones para una vida en común medianamente sana. Es la culpa de estos disgustos - pues disgustos eran, al final - la tenga la sinceridad. Nunca hay que ser sincero en los juegos de salón (y en el de la verdad menos que en ninguno). Lo que ocurre es que a tan altas horas de la madrugada, la verdad es un riesgo delicioso, que suponemos ha de hacernos más felices. Ya se ha visto que no. Los juegos, como las adivinanzas, hay que dejarlos siempre suspendidos en el aire de una duda. Exactamente igual que los misterios del amor y la fugaz nostalgia de las despedidas.

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